De los viajes y mentalidades.....
Son éstos dos temas que, aunque en apariencia no tienen mucho que ver el uno con el otro, están bastante unidos.
La verdad es que, haciendo memoria no consigo recordar a nadie que dijera explícitamente: "No me gusta viajar". En teoría es algo que nos encanta a todos, por unos días dejar nuestro trabajo colgado en una percha en la pared, y cambiar de aires por un (no tan) módico precio. La sensación, más intensa para unos que para otros, es totalmente maravillosa: es sorprendente lo poco que tiene que cambiar nuestro entorno, diferentes calles, diferentes rutinas, para que en nuestro interior, todo cambie tantísimo.
Pero en este asunto se aplica, cómo no, la lógica que guía la conducta humana: sencillamente, cada uno lo vemos de una forma distinta. Y cada uno disfruta de los viajes a su manera, o maldice la idea de haber viajado, a su manera. Las circunstancias en que hacemos un viaje. Por poner un ejemplo, Madrid siempre ha simbolizado para mí lo que no me gusta en una ciudad: demasiado grande, demasiada gente, demasiado poco espacio y tiempo para uno mismo, agobio, horarios, y prisas. Y sin embargo, una amiga mía hizo su primer viaje largo a Madrid en un momento en el que necesitaba escaparse de todo. Y para ella, Madrid simboliza la libertad, el sitio al que uno puede acudir para evadirse un rato.
Y aquí entra en juego algo muy importante relacionado con el viajar: el hecho de que, al irnos a otro sitio, nos convertimos de pronto en desconocidos. Esto sucede en mayor medida cuanto más pequeño sea el sitio de donde venimos, y más grande al que viajamos. Esta sensación abruma bastante al principio, porque nos asusta ver tantas caras distintas a las que no importamos nada, no hay nadie en esta ciudad que se detenga al reconocerte, te salude y se interese por tí. En cierta medida, eres invisible. Pero el ser invisible tiene sus ventajas. Y es que uno se puede dedicar a analizar lo que le rodea, formarse impresiones sin que nadie le moleste.
Porque, admitámoslo, nunca podremos analizar objetivamente el sitio donde hemos nacido y vivido. Tenemos demasiados sentimientos por él. Y eso nos ayuda, claro está, a sentirnos a gusto en nuestra vida, a sentirnos en casa. Pero por otro lado, nos dificulta cuando queremos saber cómo es exactamente nuestro hogar.
Hogar...Palabra tan importante, una de esas que todo el mundo entiende pero para la que no existe definición. En ocasiones el hogar coincide con el lugar de nacimiento. Y en ocasiones no. Porque sucede a veces que, al viajar, desde nuestro punto de vista de "persona invisible" somos capaces de analizar objetivamente un sitio, y es precisamente entonces cuando entendemos que hemos encontrado nuestro hogar. Este hogar suele estar formado de unos elementos en apariencia pequeños y sin importancia. Pensadlo, y todos hallaréis algo. Volver a casa, y que las bestias que tengo por perras se me lancen encima, el reflejo de color caoba que alumbra mi cuarto cuando el flexo da contra la mesa, leer el periódico de resaca y atracarme a sobaos....
Mucha gente parece creer que lo que hace un hogar es la flamante cocina, el salón decorado con buen gusto, el frigorífico lleno...es esa gente que al viajar, o mudarse a un nuevo sitio, de repente, se siente fría y sin encajar. Y entonces es cuando echamos de menos la radio del vecino cabrón, jodiéndonos los ratos de sueño, (vaya cabrito el vecino, pero era nuestro vecino, formaba parte de nuestro hogar!), el pequeño sofá donde no hace tanto tiempo todos se amontonaban y peleaban por el mando...todos esos pequeños detalles brillan dolorosamente por su ausencia.
Hemos hablado de viajes, pero aún ni hemos rozado el tema de las mentalidades. Y es que, lo crea la gente o no, nuestra impresión de un país depende al cien por cien de nuestra mentalidad. De lo abierta o cerrada que sea. Los españoles tenemos una (bien merecida a veces) fama de ser incapaces de dejarnos la mentalidad en casa. En lugar de disfrutar de un nuevo sitio por lo que es, de descubrir nuevas miradas, de encontrar un nuevo posible hogar, fallamos al intentar traernos nuestro hogar. Un hogar que no cabe en nuestra maleta. Un tanto ciegos, pretendemos crear una Mini España, y nos da igual si sucede eso en París, o en Egipto.
En nuestra vida diaria, nuestra rutina, vivimos con frecuencia en una jaula de oro: totalmente protegidos, abastecidos, pero con pocas posibilidades de ver las cosas de un punto de vista. Por eso, los viajes representan una de las pocas oportunidades que tenemos de ver más allá. De aprender, de abrir nuestra mente...y si en vez de salir de esa jaula de oro cuando podemos, decidimos llevárnosla entre el equipaje, entonces permanerecemos siempre estancados en un mismo sitio. Por mucho que viajemos, cojamos aviones, gastemos dinero, seguiremos en nuestra misma ciudad, con nuestra mentalidad atándonos de pies y manos.
Y es que, ¿cómo demonios pretendemos entender un nuevo país, si aún no hemos dejado el nuestro? Y es ahí donde surgen los prejuicios, las generalizaciones (que tanto daño hacen), y esas clasificaciones que tan graciosas nos parecen. Los franceses, son estirados y mentirosos, los italianos son unos pesados y maleducados, los árabes unos incultos e inferiores a nosotros. Magnífico. En dos palabras hemos sentenciado a millones de personas. Y no necesitamos más, agarramos nuestra inseparable intolerancia, nuestras mil y una comodidades y excesos, cogemos un avión, y disfrutamos de los mejores restaurantes, las mejores visitas guiadas...y por la noche al hotel....con París bullendo a pocos metros de nosotros, y nosotros ciegos pretendemos andar por la Castellana.
La conclusión es que hay muchísimo que aprender al viajar. Muchas miradas distintas. Un atardecer en el Sena, un cuarteto de cuerda animando la puerta de Santa Maria dei Fiori en Florencia, un pintor callejero en el Nový Hrad de Praga...todo eso está para quien quiera y pueda verlo...para quien se tome la molestia de, al subirse al avión, despedir con el pañuelo a su intolerancia, que castigada en tierra, lo esperará hasta su regreso.
Yaer
La verdad es que, haciendo memoria no consigo recordar a nadie que dijera explícitamente: "No me gusta viajar". En teoría es algo que nos encanta a todos, por unos días dejar nuestro trabajo colgado en una percha en la pared, y cambiar de aires por un (no tan) módico precio. La sensación, más intensa para unos que para otros, es totalmente maravillosa: es sorprendente lo poco que tiene que cambiar nuestro entorno, diferentes calles, diferentes rutinas, para que en nuestro interior, todo cambie tantísimo.
Pero en este asunto se aplica, cómo no, la lógica que guía la conducta humana: sencillamente, cada uno lo vemos de una forma distinta. Y cada uno disfruta de los viajes a su manera, o maldice la idea de haber viajado, a su manera. Las circunstancias en que hacemos un viaje. Por poner un ejemplo, Madrid siempre ha simbolizado para mí lo que no me gusta en una ciudad: demasiado grande, demasiada gente, demasiado poco espacio y tiempo para uno mismo, agobio, horarios, y prisas. Y sin embargo, una amiga mía hizo su primer viaje largo a Madrid en un momento en el que necesitaba escaparse de todo. Y para ella, Madrid simboliza la libertad, el sitio al que uno puede acudir para evadirse un rato.
Y aquí entra en juego algo muy importante relacionado con el viajar: el hecho de que, al irnos a otro sitio, nos convertimos de pronto en desconocidos. Esto sucede en mayor medida cuanto más pequeño sea el sitio de donde venimos, y más grande al que viajamos. Esta sensación abruma bastante al principio, porque nos asusta ver tantas caras distintas a las que no importamos nada, no hay nadie en esta ciudad que se detenga al reconocerte, te salude y se interese por tí. En cierta medida, eres invisible. Pero el ser invisible tiene sus ventajas. Y es que uno se puede dedicar a analizar lo que le rodea, formarse impresiones sin que nadie le moleste.
Porque, admitámoslo, nunca podremos analizar objetivamente el sitio donde hemos nacido y vivido. Tenemos demasiados sentimientos por él. Y eso nos ayuda, claro está, a sentirnos a gusto en nuestra vida, a sentirnos en casa. Pero por otro lado, nos dificulta cuando queremos saber cómo es exactamente nuestro hogar.
Hogar...Palabra tan importante, una de esas que todo el mundo entiende pero para la que no existe definición. En ocasiones el hogar coincide con el lugar de nacimiento. Y en ocasiones no. Porque sucede a veces que, al viajar, desde nuestro punto de vista de "persona invisible" somos capaces de analizar objetivamente un sitio, y es precisamente entonces cuando entendemos que hemos encontrado nuestro hogar. Este hogar suele estar formado de unos elementos en apariencia pequeños y sin importancia. Pensadlo, y todos hallaréis algo. Volver a casa, y que las bestias que tengo por perras se me lancen encima, el reflejo de color caoba que alumbra mi cuarto cuando el flexo da contra la mesa, leer el periódico de resaca y atracarme a sobaos....
Mucha gente parece creer que lo que hace un hogar es la flamante cocina, el salón decorado con buen gusto, el frigorífico lleno...es esa gente que al viajar, o mudarse a un nuevo sitio, de repente, se siente fría y sin encajar. Y entonces es cuando echamos de menos la radio del vecino cabrón, jodiéndonos los ratos de sueño, (vaya cabrito el vecino, pero era nuestro vecino, formaba parte de nuestro hogar!), el pequeño sofá donde no hace tanto tiempo todos se amontonaban y peleaban por el mando...todos esos pequeños detalles brillan dolorosamente por su ausencia.
Hemos hablado de viajes, pero aún ni hemos rozado el tema de las mentalidades. Y es que, lo crea la gente o no, nuestra impresión de un país depende al cien por cien de nuestra mentalidad. De lo abierta o cerrada que sea. Los españoles tenemos una (bien merecida a veces) fama de ser incapaces de dejarnos la mentalidad en casa. En lugar de disfrutar de un nuevo sitio por lo que es, de descubrir nuevas miradas, de encontrar un nuevo posible hogar, fallamos al intentar traernos nuestro hogar. Un hogar que no cabe en nuestra maleta. Un tanto ciegos, pretendemos crear una Mini España, y nos da igual si sucede eso en París, o en Egipto.
En nuestra vida diaria, nuestra rutina, vivimos con frecuencia en una jaula de oro: totalmente protegidos, abastecidos, pero con pocas posibilidades de ver las cosas de un punto de vista. Por eso, los viajes representan una de las pocas oportunidades que tenemos de ver más allá. De aprender, de abrir nuestra mente...y si en vez de salir de esa jaula de oro cuando podemos, decidimos llevárnosla entre el equipaje, entonces permanerecemos siempre estancados en un mismo sitio. Por mucho que viajemos, cojamos aviones, gastemos dinero, seguiremos en nuestra misma ciudad, con nuestra mentalidad atándonos de pies y manos.
Y es que, ¿cómo demonios pretendemos entender un nuevo país, si aún no hemos dejado el nuestro? Y es ahí donde surgen los prejuicios, las generalizaciones (que tanto daño hacen), y esas clasificaciones que tan graciosas nos parecen. Los franceses, son estirados y mentirosos, los italianos son unos pesados y maleducados, los árabes unos incultos e inferiores a nosotros. Magnífico. En dos palabras hemos sentenciado a millones de personas. Y no necesitamos más, agarramos nuestra inseparable intolerancia, nuestras mil y una comodidades y excesos, cogemos un avión, y disfrutamos de los mejores restaurantes, las mejores visitas guiadas...y por la noche al hotel....con París bullendo a pocos metros de nosotros, y nosotros ciegos pretendemos andar por la Castellana.
La conclusión es que hay muchísimo que aprender al viajar. Muchas miradas distintas. Un atardecer en el Sena, un cuarteto de cuerda animando la puerta de Santa Maria dei Fiori en Florencia, un pintor callejero en el Nový Hrad de Praga...todo eso está para quien quiera y pueda verlo...para quien se tome la molestia de, al subirse al avión, despedir con el pañuelo a su intolerancia, que castigada en tierra, lo esperará hasta su regreso.
Yaer
1 Comments:
Pues sabes que??
Yo me voy a la palma. Y sabes que?
Que allí tendre la mejor compañía que podría desear (casi) ....
A tí
Un besin
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