Del futuro, del pasado, del presente. Del indiferente pasar del tiempo.
De entre todas las palabras que forman un idioma pocas albergan tanta complejidad, metáforas y matices como el tiempo. Del tiempo, de sus desastres se ha escrito mucho. Porque es un eje que, más que estructurar u ordenar nuestras vidas, las atraviesa trastocándolas, hiriéndolas...
El tiempo tiene esa condición que pocas cosas tienen: es absoluto. Es una gigantesca y pesada maquinaria que funcionaba antes de que apareciéramos nosotros y que seguirá haciéndolo pese a quien le pese. A modo de un gran y silencioso centinela, el tiempo nos contempla al nacer, nos sigue en nuestras vidas y sin que le tiemble el pulso prosigue con indiferencia cuando nos vamos de este mundo. Con él no valen estúpidas súplicas o lloriqueos: el tiempo no va a perdonarnos ni tampoco va a suavizar su constante y doloroso marchar.
La conciencia de todo esto supone uno de los ataques más duros que sufre nuestra inocencia, una verdad sin retorno: una vez que, a una determinada edad, despertamos del sueño infantil para adquirir la conciencia de nuestra temporalidad, ya no hay marcha atrás.
Con respecto al tiempo, los seres humanos hemos aprendido a medirlo, a reflejarlo por escrito, a embotellarlo en dorados relojes de muñeca, pero nos queda aún la lección más importante: aprender a entenderlo, aceptarlo y convivir con él. Y es que tenemos una actitud bastante infantil hacia el tiempo: conscientes de que está acechándonos, impasible, hacemos como que no existe y aprovechamos para divertirnos desenfrenadamente. Esta primera parte sería aceptable si incluyera que, después de pasarlo bien, aceptáramos que el tiempo se cobra su precio. Es muy infantil nuestra actitud, como he dicho: algo así como una fiesta en la que nos lo pasamos genial pero de la que huimos para no recoger los platos sucios, los vasos rotos, etc. Y es infantil por la sencilla razón de que, tarde o temprano, el tiempo avanzará inexorablemente y tendremos que dar cuenta de lo que hemos hecho.
Pasado. El pasado nos aterra, fascina, y obsesiona a partes iguales. El ser humano nunca ha tenido una relación fácil con ese silencioso pedazo de tiempo que se halla a nuestras espaldas. Y todo depende de lo que en él ocurriera: en ocasiones, cuando se nos hace doloroso aceptar el pasado, intentamos huir de él. Fugitivos. El pasado se entiende así como una cicatriz que sangra si no partimos lejos de donde ocurrió lo que nos hizo daño. Los seres humanos han dividido el pasado en etapas y se han lanzado a su estudio. Y de nuevo, hemos sido capaces de asimilar, absorber acontecimientos, fechas, batallas, reinos...Y la pregunta es, ¿hemos sido capaces de aprender de nuestro pasado? No conozco demasiado bien la situación política en otros países, pero en lo que concierne a España, tenemos una relación terrible con el pasado más reciente, del que no parecemos aprender nada.
No me suele gustar añadir a mis argumentos ejemplos precisos de algo, pero esta vez me saltaré esa norma. Seguramente habréis oído hablar del “Proyecto de Memoria Histórica”, y de la reacción que ha suscitado en un partido cuyo nombre no mencionaré por no ser necesario. Los portavoces de dicha formación han justificado su rechazo a este proyecto, (cuyas iniciativas han bloqueado una y otra vez) con el argumento de que remover viejas tumbas, ponerse a recordar viejas disputas no sirve de nada más que discutir por discutir. Y lo dicen con esa sonrisa torcida que suele acompañar a sus declaraciones, una sonrisa de “a ver si cuela”. Pues no, no cuela. Como si fuéramos idiotas. En este caso, hay que ser astutos y darse cuenta de que para esa formación política, ese “pasado” del que no quieren ni oír hablar es el presente.
Y ¿qué hay del futuro? Con el futuro el ser humano tiene una relación muy confusa, que en muchos casos es de total indiferencia. El futuro se abre ante nosotros como un día con niebla: podemos ver que hay algo, podemos incluso vislumbrar un sol lejano, pero hay tanta bruma que a ver quién es el valiente que se aventura. La gente con bastantes problemas, poca paciencia o (en algunos casos) pocas luces suele desdeñar el futuro. Para qué estrujarse los sesos, atormentarse innecesariamente una mente ya llena de complejidad con algo que ni siquiera ha sucedido. El lenguaje del futuro es un idioma de conjeturas, de símbolos, de trampas. La adivinación o predicción del futuro implica que nos creemos capaces de internarnos entre la niebla y verlo todo, cuando no podemos. Pero, como suele suceder con nosotros, es precisamente esa niebla, ese misterio, lo que nos fascina tanto del futuro. Hacer predicciones exageradas es gratis, y en eso el ser humano siempre se lo ha pasado bien: quién no recuerda esas películas de ciencia ficción rodadas hará 40 años situadas en el año 2000 en las que vivíamos en la luna, en aeronaves, con robots por todas partes...etc, y bien entrado el tercer milenio es patente que esas películas estaban equivocadas.
Y sin embargo, no siempre estamos solos a la hora de orientarnos entre la niebla que supone nuestro propio futuro. Nos acompaña algo de lo que ya hemos hablado: el pasado. Y es que ciertos acontecimientos del pasado tienden a seguir un patrón y repetirse en el futuro. Por eso gran parte de la prudencia consiste en no olvidar tan fácilmente tanto nuestro propio pasado como el del resto de personas. Porque hacer eso nos llevaría a cometer el mismo error dos veces. Y equivocarse gratis, además de estúpido, suele salir bastante caro. Sin embargo esto no debe ser llevado al extremo, esto es, a que seamos esclavos de nuestro pasado. Los desenlaces pueden cambiar, y no atrevernos, atemorizados en un rincón, a tomar un determinado camino porque antaño nos salió mal nos puede hacer perder oportunidades.
Estoy seguro de que os es fácil adivinar qué nos queda por mencionar, además del pasado y del futuro. Asfixiados por un pasado que nos condiciona, preocupados por un futuro al que tememos, en nuestra vida hay poco o ningún lugar para el presente, el gran olvidado en todo esto. Hay una frase que ilustra con genialidad todo esto: hoy es el mañana que temíamos ayer. Esto quiere decir que estamos dejando demasiado de lado un presente, un hoy, porque ayer nos daba miedo. Suele oírse con frecuencia la teoría de que no existe el presente, de que cuando pronunciamos “ahora” en voz alta, esa palabra ya resuena en los ecos del pasado. Ese punto de vista es muy peligroso, pues lleva a pensar que nuestras acciones en el presente no permanecen, que lo que ahora mismo es limpio, fresco, joven en unos segundos marchitará, y así creemos que nada merece la pena.
Tenemos que mirar de frente a nuestra propia temporalidad. Si rechazamos arriesgarnos, esforzarnos porque “total, todo se acaba, incluyendo nosotros”, si nos negamos a ilusionarnos por miedo a la pérdida, entonces la pérdida habrá sido mucho mayor. Si nos empeñamos en que nuestro pasado siempre mejor, si nos obsesionamos con esos momentos que ya no volverán, entonces al mirar al futuro no veremos ningún sol, solo niebla, jirones de confusión. Nuestro presente bulle a nuestro alrededor y nosotros lo estamos construyendo. Deteneos un segundo, y dejad de mirar hacia esta pantalla. Echad un vistazo a vuestro alrededor. Estáis construyendo un presente, que late bajo vuestros pasos, que cimentáis con una sonrisa a un desconocido, que reforzáis con la canción que estáis escuchando...A modo de las manos de un albañil, lo que somos está incansablemente dando forma a nuestro presente, pero nosotros parecemos no verlo. El problema es, como el de tantas otras cosas, el miedo. El miedo a un pasado del que nos arrepentimos sin aceptarlo y el miedo a un futuro que nos asusta por la incertidumbre. Todo eso nos llena la cabeza con temores, y somos ciegos al hecho de que en realidad, hay un aquí, un ahora, un yo que si quisiéramos, podríamos vivir.
Y, ¿moriremos? Por supuesto, y a pesar de que respeto todo tipo de creencias, no soy partidario de una vida más allá, porque a veces eso lleva a desdeñar la que vivimos ahora. El camino que andamos puede tomar muchas bifurcaciones pero acabará siempre en el mismo sitio. Y sin embargo, eso no debe descorazonarnos. No debemos tomarnos nuestra existencia con referencia a ningún punto, como una carrera por etapas: hasta aquí seré esto. Desde aquí cambiaré, y no habrá marcha atrás. Porque eso no es verdad. Lo mejor que podemos hacer es darnos cuenta de una vez de que estamos construyendo algo. Algo que, después de muertos, quedará allí intacto. No hay que temer que el tiempo deteriore nuestras obras, porque para aquellos a los que importamos, el recuerdo seguirá igual de dorado. Incluso yo, escribiendo estas líneas, soy consciente de que, aunque poco, estoy poniendo mi grano de arena.
Yaerath =)
El tiempo tiene esa condición que pocas cosas tienen: es absoluto. Es una gigantesca y pesada maquinaria que funcionaba antes de que apareciéramos nosotros y que seguirá haciéndolo pese a quien le pese. A modo de un gran y silencioso centinela, el tiempo nos contempla al nacer, nos sigue en nuestras vidas y sin que le tiemble el pulso prosigue con indiferencia cuando nos vamos de este mundo. Con él no valen estúpidas súplicas o lloriqueos: el tiempo no va a perdonarnos ni tampoco va a suavizar su constante y doloroso marchar.
La conciencia de todo esto supone uno de los ataques más duros que sufre nuestra inocencia, una verdad sin retorno: una vez que, a una determinada edad, despertamos del sueño infantil para adquirir la conciencia de nuestra temporalidad, ya no hay marcha atrás.
Con respecto al tiempo, los seres humanos hemos aprendido a medirlo, a reflejarlo por escrito, a embotellarlo en dorados relojes de muñeca, pero nos queda aún la lección más importante: aprender a entenderlo, aceptarlo y convivir con él. Y es que tenemos una actitud bastante infantil hacia el tiempo: conscientes de que está acechándonos, impasible, hacemos como que no existe y aprovechamos para divertirnos desenfrenadamente. Esta primera parte sería aceptable si incluyera que, después de pasarlo bien, aceptáramos que el tiempo se cobra su precio. Es muy infantil nuestra actitud, como he dicho: algo así como una fiesta en la que nos lo pasamos genial pero de la que huimos para no recoger los platos sucios, los vasos rotos, etc. Y es infantil por la sencilla razón de que, tarde o temprano, el tiempo avanzará inexorablemente y tendremos que dar cuenta de lo que hemos hecho.
Pasado. El pasado nos aterra, fascina, y obsesiona a partes iguales. El ser humano nunca ha tenido una relación fácil con ese silencioso pedazo de tiempo que se halla a nuestras espaldas. Y todo depende de lo que en él ocurriera: en ocasiones, cuando se nos hace doloroso aceptar el pasado, intentamos huir de él. Fugitivos. El pasado se entiende así como una cicatriz que sangra si no partimos lejos de donde ocurrió lo que nos hizo daño. Los seres humanos han dividido el pasado en etapas y se han lanzado a su estudio. Y de nuevo, hemos sido capaces de asimilar, absorber acontecimientos, fechas, batallas, reinos...Y la pregunta es, ¿hemos sido capaces de aprender de nuestro pasado? No conozco demasiado bien la situación política en otros países, pero en lo que concierne a España, tenemos una relación terrible con el pasado más reciente, del que no parecemos aprender nada.
No me suele gustar añadir a mis argumentos ejemplos precisos de algo, pero esta vez me saltaré esa norma. Seguramente habréis oído hablar del “Proyecto de Memoria Histórica”, y de la reacción que ha suscitado en un partido cuyo nombre no mencionaré por no ser necesario. Los portavoces de dicha formación han justificado su rechazo a este proyecto, (cuyas iniciativas han bloqueado una y otra vez) con el argumento de que remover viejas tumbas, ponerse a recordar viejas disputas no sirve de nada más que discutir por discutir. Y lo dicen con esa sonrisa torcida que suele acompañar a sus declaraciones, una sonrisa de “a ver si cuela”. Pues no, no cuela. Como si fuéramos idiotas. En este caso, hay que ser astutos y darse cuenta de que para esa formación política, ese “pasado” del que no quieren ni oír hablar es el presente.
Y ¿qué hay del futuro? Con el futuro el ser humano tiene una relación muy confusa, que en muchos casos es de total indiferencia. El futuro se abre ante nosotros como un día con niebla: podemos ver que hay algo, podemos incluso vislumbrar un sol lejano, pero hay tanta bruma que a ver quién es el valiente que se aventura. La gente con bastantes problemas, poca paciencia o (en algunos casos) pocas luces suele desdeñar el futuro. Para qué estrujarse los sesos, atormentarse innecesariamente una mente ya llena de complejidad con algo que ni siquiera ha sucedido. El lenguaje del futuro es un idioma de conjeturas, de símbolos, de trampas. La adivinación o predicción del futuro implica que nos creemos capaces de internarnos entre la niebla y verlo todo, cuando no podemos. Pero, como suele suceder con nosotros, es precisamente esa niebla, ese misterio, lo que nos fascina tanto del futuro. Hacer predicciones exageradas es gratis, y en eso el ser humano siempre se lo ha pasado bien: quién no recuerda esas películas de ciencia ficción rodadas hará 40 años situadas en el año 2000 en las que vivíamos en la luna, en aeronaves, con robots por todas partes...etc, y bien entrado el tercer milenio es patente que esas películas estaban equivocadas.
Y sin embargo, no siempre estamos solos a la hora de orientarnos entre la niebla que supone nuestro propio futuro. Nos acompaña algo de lo que ya hemos hablado: el pasado. Y es que ciertos acontecimientos del pasado tienden a seguir un patrón y repetirse en el futuro. Por eso gran parte de la prudencia consiste en no olvidar tan fácilmente tanto nuestro propio pasado como el del resto de personas. Porque hacer eso nos llevaría a cometer el mismo error dos veces. Y equivocarse gratis, además de estúpido, suele salir bastante caro. Sin embargo esto no debe ser llevado al extremo, esto es, a que seamos esclavos de nuestro pasado. Los desenlaces pueden cambiar, y no atrevernos, atemorizados en un rincón, a tomar un determinado camino porque antaño nos salió mal nos puede hacer perder oportunidades.
Estoy seguro de que os es fácil adivinar qué nos queda por mencionar, además del pasado y del futuro. Asfixiados por un pasado que nos condiciona, preocupados por un futuro al que tememos, en nuestra vida hay poco o ningún lugar para el presente, el gran olvidado en todo esto. Hay una frase que ilustra con genialidad todo esto: hoy es el mañana que temíamos ayer. Esto quiere decir que estamos dejando demasiado de lado un presente, un hoy, porque ayer nos daba miedo. Suele oírse con frecuencia la teoría de que no existe el presente, de que cuando pronunciamos “ahora” en voz alta, esa palabra ya resuena en los ecos del pasado. Ese punto de vista es muy peligroso, pues lleva a pensar que nuestras acciones en el presente no permanecen, que lo que ahora mismo es limpio, fresco, joven en unos segundos marchitará, y así creemos que nada merece la pena.
Tenemos que mirar de frente a nuestra propia temporalidad. Si rechazamos arriesgarnos, esforzarnos porque “total, todo se acaba, incluyendo nosotros”, si nos negamos a ilusionarnos por miedo a la pérdida, entonces la pérdida habrá sido mucho mayor. Si nos empeñamos en que nuestro pasado siempre mejor, si nos obsesionamos con esos momentos que ya no volverán, entonces al mirar al futuro no veremos ningún sol, solo niebla, jirones de confusión. Nuestro presente bulle a nuestro alrededor y nosotros lo estamos construyendo. Deteneos un segundo, y dejad de mirar hacia esta pantalla. Echad un vistazo a vuestro alrededor. Estáis construyendo un presente, que late bajo vuestros pasos, que cimentáis con una sonrisa a un desconocido, que reforzáis con la canción que estáis escuchando...A modo de las manos de un albañil, lo que somos está incansablemente dando forma a nuestro presente, pero nosotros parecemos no verlo. El problema es, como el de tantas otras cosas, el miedo. El miedo a un pasado del que nos arrepentimos sin aceptarlo y el miedo a un futuro que nos asusta por la incertidumbre. Todo eso nos llena la cabeza con temores, y somos ciegos al hecho de que en realidad, hay un aquí, un ahora, un yo que si quisiéramos, podríamos vivir.
Y, ¿moriremos? Por supuesto, y a pesar de que respeto todo tipo de creencias, no soy partidario de una vida más allá, porque a veces eso lleva a desdeñar la que vivimos ahora. El camino que andamos puede tomar muchas bifurcaciones pero acabará siempre en el mismo sitio. Y sin embargo, eso no debe descorazonarnos. No debemos tomarnos nuestra existencia con referencia a ningún punto, como una carrera por etapas: hasta aquí seré esto. Desde aquí cambiaré, y no habrá marcha atrás. Porque eso no es verdad. Lo mejor que podemos hacer es darnos cuenta de una vez de que estamos construyendo algo. Algo que, después de muertos, quedará allí intacto. No hay que temer que el tiempo deteriore nuestras obras, porque para aquellos a los que importamos, el recuerdo seguirá igual de dorado. Incluso yo, escribiendo estas líneas, soy consciente de que, aunque poco, estoy poniendo mi grano de arena.
Yaerath =)
1 Comments:
Como siempre, me ha gustado mucho, un besin niño!! :)
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