Sunday, March 09, 2008

A medianoche.

A medianoche.

Uno de los cambios de estos últimos años en los que más solía pensar era esa persistente incapacidad de irse a la cama antes de las dos o las tres de la madrugada. Y aunque tenía que admitir que tampoco ponía demasiado empeño en ello, que lo intentara o no era irrelevante. El resultado era siempre el mismo.

Solía decirse que si había una parte de sí mismo que tuviera importancia a estas horas intempestivas ésa eran sus ojos. Ojos incansables que recorrían líneas y más líneas escritas con la voracidad propia del que se sabe con mucho que ver y poco tiempo que perder. Ojos inquietos que tan pronto se enfrascaban en la lectura como saltaban ágilmente de rostro desconocido en rostro desconocido en fotografías que encontraban. Ojos grandes, abiertos y asustados con los que podía pasarse horas mirando al vacío.

Y sin haberse realmente dado cuenta de ello, todo se volvió un ritual repetido cada noche. Un ritual ensayado y ejecutado a la perfección por ambas partes: él y sus fantasmas. Un ritual celebrado siempre a la luz del tenue resplandor de la pantalla de su ordenador. Se adueñaba de él una febril actividad. Y tardó poco en descubrir que era completamente inútil tratar de contenerla. Y tardó aún menos en darse cuenta de que en realidad, no tenía ninguna gana de hacerlo.

Gustaba de considerarse una persona relativamente normal y por esta razón le asustaba la mayoría de reflexiones que, probablemente evitadas gracias a la actividad y las ocupaciones propias de cada jornada, lograban sin embargo darle caza a esta hora en concreto. Los límites se difuminaban, las barreras iban perdiendo nitidez hasta desaparecer. Y entonces sucedía aquello que temía y anhelaba a partes iguales: no existía en aquel momento nada en absoluto entre él y el mundo. Se sentía desnudo y desprotegido ante esa realidad que, al modo de un bandido encapuchado, parecía acechar esperando a que cayera la oscuridad para manifestar lo que durante el día ocultaba.

Y por encima de todo aquello, la conciencia de estar maldito. De padecer la maldición de la lucidez. De tener que soportar cómo, con apenas un flexo como compañía, las crueles verdades de la vida iban traspasándole con su aguijón. De no poder abrazar la ceguera como atajo a una felicidad que otros tantos a su alrededor parecían haber alcanzado. Mil veces maldito y mil veces condenado a no poder dar portazo a cada día como hacían los demás.

Y lento pero imparable pronto llegó el pánico a aquella medianoche que con implacable certeza llegaba cada día. Dolorosamente lentos pero imparables pasaban aquellos minutos perdidos cerrando los ojos con fuerza, sudoroso entre las sábanas intentando en vano esquivar a sus fantasmas y sumirse en aquel sueño en el que no se pensaba en nada. Y también lento pero inamovible se quedó en él el recuerdo de todo aquello. Y ni los alegres rayos de sol filtrándose por la ventana del día siguiente ni toda la actividad del mundo lograron ya disipar ese recuerdo.

Y sin embargo, una pequeña parte de él siempre creyó firmemente que aunque dolorosa y descarnada, la realidad que se presentaba cada noche era mil veces más verdadera que aquella que llegara a atisbar en cualquier otra circunstancia más convencional. Y puede que fuese por eso que decidió, un día cualquiera, a medianoche, sentarse a escribir sobre todo aquello.

De sus ojos a su mente, de su mente a sus dedos, fluyó todo libremente y pronto, palabra tras palabra, el tecleo rasgó el silencio.

Yaer.

Sunday, March 02, 2008

Estupidez humana.



Estupidez humana.

Te veo asomar el feo rostro día tras día, apenas entreabro las páginas de cualquier periódico y te encuentro con tus mil caras. Te sorprendo en las declaraciones de un alto mandatario estadounidense, en el programa electoral de un partido alemán, te descubro instalada en las arengas incendiarias de algunas emisoras de radio, te sospecho escondida detrás de muchas cosas que no logro entender. Y sin embargo, a pesar de tenerte ya por certeza, en tu afán por desestabilizar todo cuanto tocas siempre acabas consiguiendo sorprenderme con otro giro más de tuerca.

El 23 de enero de 1995 María San Gil tuvo que presenciar, sin poder hacer nada por evitarlo, cómo al término de una comida con miembros de su partido un encapuchado irrumpió y arrancó de dos balazos en la nuca la vida a Gregorio Ordóñez, amigo de María desde décadas atrás. El 12 de febrero de 2008, esa misma persona tuvo que soportar cómo, entre insultos variados por parte de jóvenes “izquierdistas” en la universidad de Compostela, la llamaban “asesina”.

Te repito, estupidez humana, que a pesar de lo acostumbrado que me tienes a tus calamidades, en esta ocasión te lo has montado de miedo. Y tengo que felicitarte, has conseguido horrorizarme cuando ya pocas cosas lo hacen.

Es decir, pongamos que te dedicas a la política. Pongamos que estás a tus treinta-y-muchos, comiendo con unos amigos sin molestarle a nadie y de repente un energúmeno se presenta y te obliga a ser testigo de cómo un amigo tuyo se desangra ante tus ojos. Supongamos que como consecuencia de lo anterior en lugar de apoyarte como cualquiera esperaría, gran parte de la gente con la que convives a diario te da la espalda y te desprecia. Así que la pérdida es doble: por un lado tu amigo y por otro tu vida como la conocías.

Pero oye, existen personas con una enorme fortaleza interior así que pongamos que te sobrepones a todo ello, a un cáncer de mama, a lo que te echen encima y oye, que hasta sales sonriendo en las fotos y todo y sacas adelante tu campaña aún sabiendo que el grueso de la población vasca ni te votará ni jamás te aceptará. Y ya como último supuesto y final a esta historia pensemos en lo siguiente: imaginemos que vas a dar una conferencia en una universidad, confiando en la universidad como lugar de respeto a las ideas, de tolerancia y de aceptación y resulta que se te recibe con pancartas. Con insultos. Con intentos de agresión. Con gritos de “asesina”. A ti. Que tuviste que ver aquello y salir adelante prácticamente sola. A ti. Que has enterrado a unos cuantos compañeros de partido ya. Tú, una “asesina”.

Si hay algo que te apasione hacer, mi querida estupidez humana, es poner etiquetas a la gente. Decir jóvenes “izquierdistas”, agresores “fascistas”, María San Gil “miembro del PP”. Porque te viene bien. Porque sabes tan bien como yo que sin esas etiquetas todos los seres humanos somos exactamente iguales. Y a un igual no se le amenaza, no se le increpa y mucho menos se le asesina. Pero a un “fascista” sí. Asimismo sabes que siempre puedes contar con los jóvenes como instrumento. Porque sabes que no hay nada mejor que un joven para asumir ideologías de quita y pon, de chapas del Che, de pañuelo palestino, de cabezas rapadas, de chaquetas de cuero y de cuatro principios ideológicos mal aprendidos. Un joven, necesitado más que nadie de un refugio donde guarecerse de las preguntas que no tienen respuesta y que por tanto correrá a los brazos del primer movimiento ideológico que se ofrezca voluntario a lavarle el cerebro.

Y volvemos a lo mismo. A los sharps contra los nazis. A los socialistas contra los populares. Al blanco contra el negro. A los jóvenes oh rebeldes y valientes luchando contra el Estado totalitario y represor. Volvemos a que haya algunos que sigan viendo en esto una guerra con dos bandos, cuando lo único que sucedió el 12 de febrero fue que un grupo de personas amenazó a otra persona. (¿Ves, estupidez humana? No uso etiquetas.) A una persona cuyo único crimen fue ser invitada a una conferencia. Y como izquierdista convencido siento que estaría traicionando a lo más básico que tiene ser de izquierdas si no denunciara este acoso a cualquiera, fuese del partido que fuese.

Y no se trata de que María San Gil sea del PP y por tanto así lo sea cualquiera que la defienda. Se trata de que con independencia de su signo político, se ha enfrentado a horrores que pocos de nosotros podemos siquiera imaginar. (Y dudo que alguno de los “izquierdistas” que la increpan no saliera con el rabo entre las piernas si estuviera en su situación.) Y ha salido de ellos con una entereza que deja boquiabierto a cualquiera.

De hecho si volvéis a mirar la imagen que abría este escrito, María San Gil está sonriendo. Porque ella sabe – y yo lo sé – que unos jóvenes que se declaran izquierdistas y a continuación utilizan la amenaza y el insulto como instrumento están delatándose como antidemocráticos. Y ella sabe que la única guerra que de verdad se está librando es la de tolerancia contra represión y en ese sentido ella ha salido airosa hasta la fecha. Y por eso sonríe. Porque te ha vencido, estupidez humana. Porque puedes ganar muchas guerras, pero no todas.

Yaer