A medianoche (III)
Las gotas ya habían dejado de distinguirse, habían pasado a formar una única y gran tromba que, incansable, no parecía tener visos de arreciar en lo más mínimo. Y allí se encontraba él, en el centro mismo de aquella tormenta que, mientras llevaba a los demás a buscar la protección y el abrigo de un techo, a él lo empujaba sin miramientos fuera del mismo.
En sus oídos retumbaba el eco de los truenos, por el rabillo del ojo vislumbraba el no tan lejano destello de algún esporádico relámpago, sentía cómo el agua traspasaba la inútil protección que le ofrecía su chaqueta, se filtraba a través de ella hasta su misma piel, dejando un reguero helado y entumeciendo sus músculos, empapando lo poco que le quedaba de camiseta, sentía contra él la frialdad de la madera del banco donde estaba sentado. Y sin embargo, su mente apenas registraba cualquiera de esos detalles, apenas prestaba la más mínima atención a nada de ello.
Ensimismado en la contemplación de las gotas que caían iluminadas por una farola a pocos pasos de donde se hallaba sentado, reparó de pronto en que la luz proveniente de ésta era la única en decenas de metros a la redonda. Y saliéndose de su propio cuerpo, se vio a sí mismo a través de los ojos de un extraño, allí sentado, calado hasta los huesos y con aquel resplandor convirtiéndolo en un blanco bastante fácil en la oscuridad de aquella furiosa medianoche. Supuso que cualquiera que lo viese en estos momentos pensaría, incrédulo, que había perdido el juicio.
Se preguntó, y no por primera vez ciertamente, si las cosas no le irían mejor de ser eso cierto. Una vez más, maldijo entre dientes a aquella condenada lucidez que lo obligaba a mirar a las cosas de frente lo quisiera o no, a preocuparse por cosas que la inmensa mayoría ignoraba con la mayor facilidad del mundo y por encima de todo aquello, se maldijo con amargura por saber. Por haber visto demasiado, haber comprendido demasiado y haber sido incapaz de pretender que nada de eso había sucedido. Por haber fijado a su memoria como tenazas todas aquellas sensaciones que le impedían enfrentarse a nada con la inocencia, la ilusión y la excitación de las sorpresas y lo desconocido.
Y a la manera de aquella lluvia, cuyo manto helado ya le cubría por completo como una segunda piel, le arrebataba toda sensación a su cuerpo, deseó con todas sus fuerzas que existiera el mismo remedio para su mente, una tranquilidad, un consuelo, un Dios, una locura… Cualquier cosa que le permitiera olvidarse por un segundo de sus circunstancias, cualquier causa por la que olvidar toda lucidez y a la que unirse como un ciego. Un ciego más cobarde y más ignorante es posible, pero también un ciego más tranquilo y más feliz. Un ciego que en aquella tormenta de medianoche, en aquel mismo momento, muy probablemente se hubiese encontrado durmiendo calentito bajo un techo en lugar de estar allí sentado en busca de respuestas, con la gélida lluvia castigándole a cada segundo.
Se cubrió la cara con las manos. Y deseó creer. Tener fe en algo eterno, inamovible, insustituible en lugar de aquella desagradable sensación que le invadía con mayor fuerza con el paso de los años de que pocas cosas duraban, de que pocas promesas contaban y de que la existencia se asemejaba a un camino solitario del que uno se desviaba en ocasiones para compartir aquel caminar con alguien... Para invariablemente terminar regresando otra vez al camino inicial, solo de nuevo. Deseó una vez más cerrar los ojos y negar toda evidencia de aquella fugacidad, de aquel sinsentido que era a veces creer en la palabra propia y de los demás.
Al levantar su rostro de nuevo, notó un par de lágrimas que se deslizaban por las mejillas, unas lágrimas ardientes en comparación con la fría lluvia que lejos de amilanarse, parecía redoblar su intensidad. Y es que sí, era cierto, en aquel mundo también existía el calor. Si sólo pudiera tener una pequeñísima prueba, apenas una señal de todo aquello, entonces, puede que entonces fuese capaz de creer de nuevo…
En sus oídos retumbaba el eco de los truenos, por el rabillo del ojo vislumbraba el no tan lejano destello de algún esporádico relámpago, sentía cómo el agua traspasaba la inútil protección que le ofrecía su chaqueta, se filtraba a través de ella hasta su misma piel, dejando un reguero helado y entumeciendo sus músculos, empapando lo poco que le quedaba de camiseta, sentía contra él la frialdad de la madera del banco donde estaba sentado. Y sin embargo, su mente apenas registraba cualquiera de esos detalles, apenas prestaba la más mínima atención a nada de ello.
Ensimismado en la contemplación de las gotas que caían iluminadas por una farola a pocos pasos de donde se hallaba sentado, reparó de pronto en que la luz proveniente de ésta era la única en decenas de metros a la redonda. Y saliéndose de su propio cuerpo, se vio a sí mismo a través de los ojos de un extraño, allí sentado, calado hasta los huesos y con aquel resplandor convirtiéndolo en un blanco bastante fácil en la oscuridad de aquella furiosa medianoche. Supuso que cualquiera que lo viese en estos momentos pensaría, incrédulo, que había perdido el juicio.
Se preguntó, y no por primera vez ciertamente, si las cosas no le irían mejor de ser eso cierto. Una vez más, maldijo entre dientes a aquella condenada lucidez que lo obligaba a mirar a las cosas de frente lo quisiera o no, a preocuparse por cosas que la inmensa mayoría ignoraba con la mayor facilidad del mundo y por encima de todo aquello, se maldijo con amargura por saber. Por haber visto demasiado, haber comprendido demasiado y haber sido incapaz de pretender que nada de eso había sucedido. Por haber fijado a su memoria como tenazas todas aquellas sensaciones que le impedían enfrentarse a nada con la inocencia, la ilusión y la excitación de las sorpresas y lo desconocido.
Y a la manera de aquella lluvia, cuyo manto helado ya le cubría por completo como una segunda piel, le arrebataba toda sensación a su cuerpo, deseó con todas sus fuerzas que existiera el mismo remedio para su mente, una tranquilidad, un consuelo, un Dios, una locura… Cualquier cosa que le permitiera olvidarse por un segundo de sus circunstancias, cualquier causa por la que olvidar toda lucidez y a la que unirse como un ciego. Un ciego más cobarde y más ignorante es posible, pero también un ciego más tranquilo y más feliz. Un ciego que en aquella tormenta de medianoche, en aquel mismo momento, muy probablemente se hubiese encontrado durmiendo calentito bajo un techo en lugar de estar allí sentado en busca de respuestas, con la gélida lluvia castigándole a cada segundo.
Se cubrió la cara con las manos. Y deseó creer. Tener fe en algo eterno, inamovible, insustituible en lugar de aquella desagradable sensación que le invadía con mayor fuerza con el paso de los años de que pocas cosas duraban, de que pocas promesas contaban y de que la existencia se asemejaba a un camino solitario del que uno se desviaba en ocasiones para compartir aquel caminar con alguien... Para invariablemente terminar regresando otra vez al camino inicial, solo de nuevo. Deseó una vez más cerrar los ojos y negar toda evidencia de aquella fugacidad, de aquel sinsentido que era a veces creer en la palabra propia y de los demás.
Al levantar su rostro de nuevo, notó un par de lágrimas que se deslizaban por las mejillas, unas lágrimas ardientes en comparación con la fría lluvia que lejos de amilanarse, parecía redoblar su intensidad. Y es que sí, era cierto, en aquel mundo también existía el calor. Si sólo pudiera tener una pequeñísima prueba, apenas una señal de todo aquello, entonces, puede que entonces fuese capaz de creer de nuevo…